
garrote de un asesino
Una mañana, mientras me desayunaba con los pies encima del brasero, entró la patrona en mi aposento y me dijo: « Don Jorge, aquí está mi hijo Baltasarito, el nacional. Ya se levanta de la cama y, al saber que teníamos un inglés en casa, me ha pedido que le presente, porque tiene mucha afición a los ingleses por sus ideas liberales. Aquí le tiene usted, ¿qué le parece?»,
Me guardé de decir a su madre mi opinión. A mi parecer, hacía muy bien en llamarle Baltasarito, porque jamás el antiguo y sonoro nombre de Baltasar se habría dado a sujeto tan exiguo. Podría tener hasta cinco pies y una pulgada de altura y era más bien corpulento para su talla; el rostro amarillento y enfermizo, pero con cierta expresión de fanfarronería; los ojos pardos, muy oscuros, eran vivos y brillantes. Iba vestido, o más bien desvestido, malamente, con una gorra de cuartel y un capote de reglamento, viejo y muy holgado, que hacía las veces de bata.
– Celebro mucho conocerle, señor nacional -le dije en cuanto su madre se retiró y así que Baltasar se hubo sentado y encendido, claro está, un cigarro de papel en el brasero-. Me alegro mucho de haberle conocido, sobre todo porque, según me ha dicho su señora madre, tiene usted gran influencia con los nacionales. Yo, como extranjero, puedo tener necesidad de un amigo; la fortuna me favorece al proporcionarme uno que es miembro de tan poderoso cuerpo.
BALTASAR: Sí, tengo bastante mano con los otros nacionales; en Madrid no hay ninguno más conocido que Baltasar ni más temido por los carlistas. ¿Dice usted que puede hacerle falta un amigo? Pues ya sabe que dispone de mí para cuanto se le ofrezca. Tanto yo como los demás nacionales nos enorgulleceremos sirviéndole a usted de padrinos, si tiene entre manos algún lance de honor. Pero ¿por qué no se hace usted de los nuestros? Le recibiríamos a usted con mucho gusto en el cuerpo.
YO: ¿Son muy duras las obligaciones de un nacional?
BALTASAR: Nada de eso. Estamos de servicio una vez cada quince días y luego suele haber alguna revista de poca duración. Las obligaciones son ligeras y los privilegios grandes. Por ejemplo, yo he visto a tres compañeros míos pasearse un domingo por el Prado, armados de estacas, y apalear a cuantos les parecían sospechosos. Más aún: tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles, y cuando tropezamos con alguien que nos desagrada, caemos sobre él y, a cuchilladas o bayonetazos, le dejamos, por lo común, en el suelo revolcándose en su propia sangre. Sólo a un nacional se le permitiría hacer tales cosas.
YO: Supongo que todos los nacionales serán de opinión liberal.
BALTASAR: ¡Así debiera ser! Pero hay algunos, don Jorge, que no nos parecen muy de fiar. Son pocos, sin embargo, ya casi todos los conocemos. La vida que llevan es poco envidiable, porque cuando están de guardia, nos burlamos de ellos y con frecuencia los damos de palos. La ley obliga a todos los hombres de cierta edad a servir en el Ejército o a alistarse en la Guardia Nacional ; por eso hay en nuestras filas algunos de esos godos.
YO: ¿Hay muchos carlistas en Madrid?
BALTASAR: Entre la gente joven, no; la mayor parte de los carlistas madrileños capaces de llevar armas se fueron hace tiempo a la facción. Los que quedan son casi todos viejos o curas, buenos tan sólo para reunirse en algún café apartado y proyectar fantásticos complots. ¡Que hablen, don Jorge, que hablen! Los destinos de España no dependen de los deseos de ojalateros y pasteleros, sino de las manos de los nacionales, intrépidos y firmes, como yo y mis amigos, don Jorge.
YO: Por su señora madre he sabido, con pena, que hace usted una vida muy desordenada.
BALTASAR: ¡Cómo! ¿Se lo ha dicho a usted, don Jorge? ¡Qué quiere usted, don Jorge! Soy joven, y la sangre joven hierve en las venas. Los nacionales me llaman el alegre Baltasar y mi popularidad se funda en la jovialidad de mi carácter y en mis ideas liberales. Cuando estoy de guardia, llevo siempre la guitarra, ¡y si viera usted qué función se arma! Mandamos por vino, y los nacionales se pasan la noche bebiendo y bailando, mientras Baltasarito toca la guitarra y canta canciones de Germanía:
Una romí sin pachí
le penó a su chindomar, etc.
Esto es gitano, don Jorge. Me lo han enseñado los toreros de Andalucía; todos hablan gitano, y muchos lo son de raza. Montes, Sevilla, Poquito Pan, son amigos míos. No hay función de toros, don Jorge, en que no esté Baltasar con su amiga. En el invierno no se dan corridas de toros, don Jorge, que si no, le llevaría a usted a una; por suerte, mañana hay una ejecución; una función de la horca, e iremos a verla, don Jorge.
Fuimos a ver la ejecución, que no se me olvidará en mucho tiempo. Los reos eran dos jóvenes, dos hermanos, culpables de haber escalado de noche la casa de un anciano y asesinádole cruelmente para robarle. En España estrangulan a los reos de muerte contra un poste de madera en lugar de colgarlos, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como en Francia. Para ello, los sientan en una especie de banco, con un palo detrás, al que se fija un collar de hierro, provisto de un tornillo; con el collar se le abarca el cuello al reo, y a una señal dada, se aprieta con el tornillo hasta que el paciente expira. Mucho tiempo llevábamos ya esperando entre la multitud, cuando apareció el primer reo, montado en un asno, sin silla ni estribos, de modo que las piernas casi le arrastraban por el suelo. Vestía una túnica de color amarillo azufre, con un gorro encarnado, alto y puntiagudo, en la rapada cabeza. Sostenía entre las manos un pergamino, en el que había escrito algo, supongo que la confesión de su delito. Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos caminaban a cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconciliado con la Iglesia, confesado sus culpas y recibido la absolución, con promesa de ser admitido en el cielo. Sin mostrar el más leve temor, el reo se apeó y subió sin ayuda al cadalso, donde le sentaron en el banquillo y le echaron al cuello el corbatín fatal. Uno de los curas comenzó entonces a decir el Credo en voz alta, y el reo repetía las palabras. De pronto, el ejecutor, colocado detrás de él, dio vueltas al tornillo, de prodigiosa fuerza, y casi instantáneamente aquel desdichado murió. A tiempo que el tornillo giraba, el cura comenzó a gritar, pax et misericordia et tranquillitas, y gritando continuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer retemblar los altos muros de Madrid. Luego se inclinó, puso la boca junto al oído del reo, y de nuevo clamó, como si quisiera perseguir a su alma en su marcha hacia la eternidad y consolarla en el camino. El efecto era tremendo. Yo mismo me excité tanto, que involuntariamente exclamé: ¡Misericordia! y lo mismo hicieron otros muchos. Nadie pensaba allí en Dios ni en Cristo; todos los pensamientos se concentraban en el cura, que en tal momento parecía el más importante de todos los seres vivos, con poder suficiente para abrir y cerrar las puertas del cielo o del infierno, según lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del sistema papista imperante, cuyo principal designio fue siempre mantener el ánimo del pueblo todo lo apartado de Dios que podía, y en concentrar en el clero sus esperanzas y temores. La ejecución del segundo reo fue enteramente igual; subió al patíbulo a los pocos minutos de haber expirado su hermano.